sábado, 5 de diciembre de 2015

Floreciendo


I

¿Qué habrá allá afuera? Todos parecen contentos de tener que aprontar sus bolsos, sus maletas. Algunos simplemente se conforman con haber terminado esta segunda etapa llamada escuela secundaria. Para ellos, el trabajo está esperando; y hoy por lo menos hay, por lo menos por ahora.
No estoy tan seguro de querer irme. Aquí tengo todo. Tengo mis amigos, mi familia, lugares adonde me gusta ir cuando tengo tiempo libre. Pero todo parece indicar que el futuro está allá afuera. Lejos. Es un sueño que se ha forjado por tanto tiempo, un deseo construido que pervive en cada canción que escucho, en cada película que miro, en cada libro que abro, en cada persona con la que hablo. Irte, conocer la gran ciudad, el centro del mundo, convertirte en algo más, en algo superior. En algo que acá no hay; o hay poco. En otros tiempos era el sueño de convertirse en contador, o abogado, o economista; pero ahora estamos sobrados de ellos. Hoy es ser científico. Pero el deseo construido es el mismo. Separarte de un conjunto al que tienes que dejar cada vez más atrás. Es un deseo  perverso, lo sé. Estoy esperando mi colectivo que me llevará a la ciudad. En la plazoleta se ve un jacarandá en flor que sobresale del resto de los árboles por su colorido. Es lo que me encuentro observando cuando llega el micro.

II

Los primeros días son muy emocionantes. Hay una vida social única. Nuevas caras, nuevos amigos por hacer. Gente variada. Nunca falta el que toca la guitarra. El que trabaja medio tiempo. El que tiene toda la estadía paga por los viejos. El que viene de padres profesionales y el de padres laburantes sin formación. Pero ninguna de esas cosas parece ser condición de éxito entre los estudiantes; ninguno de estos estereotipos define un perfil de afinidad hacia el conocimiento. El deseo por el conocimiento se forja desde dentro. Los primeros días son como una misión de reconocimiento. Observas. Charlas con todos. Sigues al pie de la letra lo que los docentes  o los preceptores de los cursos dicen. No hay lugar todavía para el debate de ideas. Todo es una mecánica de absorción pura. Abres los ojos y los oídos y prestas atención a cada movimiento, a cada palabra. Todo resulta interesante. Es un estado de atención permanente. La cultura universitaria entra y se instala.
A la noche, cuando llego a mi habitación-comedor después de largas clases introductorias, mi cabeza está tan cansada, por haber sostenido la concentración por tanto tiempo, que a veces me duermo sin bañarme. Sueño cosas extrañas, se mezclan recuerdos de mi adolescencia con personajes nuevos, de repente estoy en un lugar que me resulta ajeno; alguien que me resulta familiar me dice algo que en el sueño no puedo decodificar, algo a lo que no puedo dar forma lingüística cuando recobro la conciencia por la mañana. A veces me levanto muy exaltado. Me siento ansioso, nostálgico, eufórico, depresivo. Es muy complicado todo. No es sólo la nueva vida en la facultad. Hay más cosas que no logro descifrar. Estoy asustado; no sé de qué ni por qué. No me siento seguro así. No quiero llamar a casa y escuchar a mi padre, o a mi madre, o a mis hermanos menores. Si escuchara sus voces podría querer volverme. Los extraño. Y quizá decir que los extraño sea poco. Todo es muy complicado.
Poco a poco siento que todas las cosas de las que estaba seguro comienzan a ser meras conjeturas. Comienzo a escuchar más en clase y hablo menos. Perdí esa seguridad de mis últimos años en el nivel medio. Simplemente absorbo información. Leo los apuntes que nos dan, los capítulos de los libros que nos señalan los profesores, autores que se entrometen en la clase cuando el profesor o la profesora nombra una cita al paso. Anoto todo, para buscarlo en algún tiempo libre. Mi cabeza está todo el día ordenando información, y de noche, durante el sueño, visito lugares cada vez más extraños. Imágenes, rostros, tramas.
A veces comparto salidas con los compañeros y compañeras de la facultad, pero muchas veces me siento culpable al día siguiente. La culpa, parte de un relato heredado. Podría haber aprovechado mejor el día leyendo o buscando autores y libros; informarme sobre conceptos. Ir a la biblioteca y pedir algunos libros para tomar nota. No sé. Me siento bajo una presión enorme y no sé por qué.
La facultad de ciencias exactas poco a poco va mostrando su costado menos humano. Profesores que hablan como libros, si es que hablan; hay algunos a los que no les conocemos la voz. Entran balbuceando y se limitan a escribir fórmulas y diagramas. Escriben un título y la fecha para entregar la solución. A medida que avanzamos en los cursos hay más de este tipo de profesores-máquinas. Algunos alumnos menos avanzados piden ayuda a los que van más adelantados, pero es de poca ayuda. También están los profesores cancheros que abren sus lecciones con un sermón sobre códigos morales y el comportamiento que debemos tener. Nunca se aprende  más que dos palabras nuevas de este estereotipo. No les interesa el conocimiento. Les interesa ocupar la posición que ocupan en un aula. Es su pequeño universo de poder. En éstas horas escapo con la mirada por la ventana, y me encuentro con un jacarandá entre las copas de un parque aledaño. Ahí yace, inmóvil, magnificente, pero ya no en flor.

III

Camino a los talleres de álgebra y me cruzo con Marcelo. Marcelo es avanzado estudiante de ingeniería en sistemas. Su vida son las computadoras. Gracias a él pude tener acceso a materiales digitales que al parecer se propaga como incendio forestal entre estudiantes universitarios. Libros, música, enciclopedias, juegos, películas. Siempre está al tanto de los últimos avances tecnológicos, programas para computadoras de distintas aplicaciones. Todo lo que uno suele ver en la tele, él parece tenerlo. Es muy carismático, siempre viene con la última noticia de lo que se está usando en tecnología y te entusiasma sólo escucharlo. Gracias a él pude hacerme de algunos libros digitales descargados de la red y así completar un poco el marco teórico de algunas materias. Algunos libros no se encuentran en las bibliotecas universitarias.
Como siempre, me saluda con un sarcasmo liviano.
-¿Cómo anda el futuro hacedor de ciudades?
-Poco que contar.
-Eso es bueno. Siempre hablás demasiado. Nos vemos porque voy apurado.
-Nos vemos.
Sale corriendo porque tenía que organizar un par de actividades relacionadas a la facultad. Venían algunos expertos a exponer.
Al llegar al edificio de la facultad me encuentro con Alicia, una compañera de aula y de salida con los demás compañeros. Me recibe con una pregunta abierta que puede ser respondida de mil formas, hasta con otra pregunta.
-¿Te enteraste?
-¿Falta otra vez el Doctor de álgebra?
-Anoche metieron preso a Juan.
- ¿Dónde estaban?
-Estaban de guitarreada en el río, al pie de ese árbol de flores lavanda.
-El jacarandá –completo su idea –¿Está preso todavía?
-Hasta donde sé sí.
-Tomá este número, llamá y avisá. Es de la Secretaría de Derechos Humanos.
Nos quedamos un rato en la puerta de la facultad hasta que llega el Doctor que nos da álgebra. Su constante es faltar. Aparte de eso no presenta otra variable. Cuando viene no habla. Escribe ecuaciones y nos dejaba trabajar con la ayuda del manual de clase mientras hace vaya a saber uno qué en su computadora portátil.
A la salida de la hora nos vamos con Alicia a la casa de una compañera de Juan. Llegamos y nos hace pasar. Al parecer ya lo han liberado. Muchos de los chicos de la universidad visitan alguna que otra vez el calabozo. Siempre la misma historia. De madrugada. A la salida de un boliche. En el río. En un fogón.
Más tarde nos juntamos con los demás chicos en la casa de otro compañero para hablar del tema. No encontramos muchas repuestas. Pero nos cuestionamos por qué sale gratis que te metan preso si te encuentran en la vía pública. Esto debe cambiar. Esto debió haber cambiado hace tiempo.
Ya de madrugada, vuelvo con Alicia caminando. Cruzamos por el parque que está al lado de la facultad. Al pie del jacarandá hay un indigente durmiendo. El árbol sirve de reparo y su tronco a la vez de apoyo.

IV

Comienzo a ir más seguido a la biblioteca, pido algunos libros y me siento en una mesa, con la esperanza de que alguno de ellos cobre vida y pueda conversar, atender mis interrogantes; que su autor me diga cómo logró sobrevivir su tiempo en los claustros académicos.
Comienzo a percatarme de la presencia de un señor de edad avanzada que se sienta siempre en el mismo rincón y que llega siempre antes que yo. Nunca hay libros en su mesa, pero sí unos papeles sobre los que parece estar absorto escribiendo. No parece despegar su mirada de lo que está escribiendo.
En una ocasión intento romper el hielo ofreciéndole un mate. Para mi sorpresa acepta.
-¿Es profesor? –pregunté.
-Emérito.
-¿Qué es eso?
-A ver…somos viejos, ya nos jubilamos, pero tenemos cierta trayectoria que nos hace útiles todavía por estos lares. Debe ser uno de los pocos casos en el que los viejos todavía somos apreciados.
-Debe saber mucho.
-Me han enseñado mucho. ¿Tú que estudias?
-Ingeniería urbana.
-No sabía que esa carrera existía. Cada vez parcelan más el conocimiento.
-¿Qué quiere decir eso?
-Es decir, han dividido el conocimiento en diferentes campos, especialidades. Cada vez hay más especialistas en determinados saberes, se desterró el conocimiento enciclopédico de las escuelas, el saber universal, como los filósofos. Antes, con menos especialidades y con un mundo menos complejo al que nos enfrentamos hoy, había una tendencia a formar individuos en varias áreas del conocimiento al mismo tiempo. Un sujeto formado en varios campos del saber. Si bien no conoce en profundidad cada aspecto específico de un campo en particular, tiene una idea general con la cual puede analizar la realidad de forma más, cómo decirlo, abarcativa.
-No comprendo del todo lo que quiere decir.
-No importa, no es algo que vayamos a cambiar hablando aquí. Pero debes saber que conocer de todo, más allá de nuestro saber específico, es lo que en realidad nos libera de las estructuras que se nos impone cada día. Saber que existe la historia en cada disciplina, que el arte y la ciencia a veces se ayudan mutuamente, que hay más cosas, fuera del saber especializado, que nos ayudan a ser críticos del lugar que ocupamos. Te recomiendo buscar sobre Carl Sagan; te encontrarás a un científico muy nutrido en humanidades.
-¿Y qué escribe usted?
-Poesía. Aprovecho estas horas antes de volver a la rutina de mi casa.
-Ah, yo no sé nada de poesía. ¿Qué utilidad tiene?
-¿Qué utilidad? Muchos personajes de la ciencia han creído que la literatura tiene “utilidad,” aunque no lo definirían así. En Argentina, Sábato, por ejemplo, se formó en Física, y estuvo estudiando rayos cósmicos en Europa. Cuando volvió al país dio un vuelco hacia la literatura, no específicamente a la poesía, pero sí a la ficción narrativa. Analizar los por qué quizá exceda a una charla como ésta. Esos límites sobre el conocimiento, son meros límites estructurados socialmente. No son necesariamente reales. Toda poesía está dotada de matemática, y toda fórmula puede tener el poder de una poesía si nos lleva a ver el mundo de otra forma.
-¿Y usted leyó sobre humanidades, o algo más?
-Siempre me interesó la literatura, pero mi formación fue dentro de las ciencias. Eso no fue impedimento para interesarme por el arte.
Seguimos hablando amenamente hasta que me dice que tiene que irse. Desde entonces es común que nos encontremos y conversemos sobre temas que me generan muchas preguntas. Son charlas muy interesantes. Anoto todo lo que puedo, especialmente autores, o libros, o música, o películas; le gustan mucho las películas. Me quedo cavilando mirando a través de la ventana. La copa del jacarandá del parque contiguo se deja ver entre el follaje que contrasta con el cielo.

V

Hoy rindo mi última materia. Marcelo pasa por casa y le deja las impresiones de los trabajos que le pedí a la encargada del edificio donde alquilo. No tengo impresora todavía y él siempre fue de ayuda en eso. Los recojo cuando llego de mi trabajo –profesor de ciencias en un colegio privado; trabajo no registrado, o informal, muy  conocido por los estudiantes que aún no consiguieron su título –. Alicia  viene a almorzar hoy, será mi “sparring” antes de entrar a rendir. Siempre trata de corregir mi instinto por hacer digresiones. No sé si el coloquio de defensa de los trabajos será el mismo día, pero preparo todo igual. Alicia, al igual que yo, espera que no me ponga a discutir en la mesa del coloquio. Siempre me irritan las preguntas de doble sentido que hacen para ver si la idea que está en el trabajo es mía. En lugar de simplemente defender la idea argumentando, me siento agredido y empiezo a hacer sarcasmos sobre la capacidad de entender de los profesores. Tanto ella como yo lamentamos mi ego.
Ya estamos todos los grupos esperando por el coloquio. Digo grupos en plural porque cada integrante del grupo de evaluados tiene sus amigos más íntimos. En mi caso Alicia y Marcelo.
-¡Mecano, Alberto! –gritan desde dentro del aula.
Ese soy yo. No miro a mis amigos. Entro con mi trabajo en la mano.
Entró un estudiante y salió un ingeniero. Apenas dos horas tardó ese proceso de conversión. Dos horas y salía un ingeniero. Debe ser alguna especie de récord.
Marcelo y Alicia habían preparado una suerte de festejo. Fuimos al parque y desplegaron un mantel al pie del jacarandá. Sacaron masas de todo tipo y el infaltable mate. Nos quedamos un buen tiempo ahí conversando, riendo, compartiendo. A lo lejos, se veía un oficial de uniforme que parecía observar nuestra pequeña celebración. Quedo un momento cavilando pero esa cavilación rápidamente se diluye entre risas, masas y mates.

VI

Antes de regresar a mi pueblo, paso  por la biblioteca. Quiero ver si encuentro al Profesor Emérito. Lo espero un rato largo pero no aparece. No podré despedirme. No sé por qué pero se transformó en parte de mi círculo de afectos. Una persona con quien conversar y a quien escuchar. Hoy sólo están los libros mudos. Miro una última vez en derredor y me despido en silencio.
Al llegar a la terminal de mi pueblo veo el jacarandá de la plazoleta. Ahí se encontraba, incorruptible, gigante, con su copa frondosa cubierta de tonos violáceos. La luz del atardecer le daba una tonalidad particular que acentuaba su contraste con el resto de los árboles menos vistosos. Era el eterno testigo de las vidas que se marchaban, y que volvían, o de las que simplemente iban y venían. Nada escapaba a su presencia. Siempre pareció haber estado ahí y todo indica que seguirá estando por mucho tiempo más. Los niños juegan a sus pies en las hamacas, en los toboganes;  mientras alguno de sus padres los vigila atento. Niños que son cuidados, jóvenes enamorados, padres que observan a su reparo. Me quedo un momento observando, toda esa vida mientras se está gestando. Los últimos rayos de sol ceden lugar a la noche, y la plaza poco a poco se queda vacía. Tomo mi bolso y comienzo a caminar hacia casa. He vuelto.


Acuarela inspirada en el cuento

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