"En estos tiempos llueven ídolos. Es difícil caminar más de dos leguas, y no encontrar algo nuevo en qué creer, un muñeco que sostener; y terminamos creyendo en tantas cosas que no sabemos realmente cuál es aquella razón que nos mantiene en camino."
Sinceras últimas palabras de Alberto, su padre, a Melisa. Las encontró en una carta que él había dejado, visiblemente, sobre la mesa de luz, en su habitación, con su nombre en el anverso de un sobre. Melisa no lloraba por el significado de aquellas palabras; lloraba por el gesto, aún en las últimas horas, de su padre. Él nunca dejaba cosas a medio hacer, y desde esta perspectiva, parecía que había planeado hasta la hora de su partida. Una carta. Como tantas otras veces, sus palabras la cobijaban tibiamente al abrigo de la reflexión. Nunca dejó él cosas como sobreentendidas, nada era lo suficientemente verdadero como para que se deje de observar con la mirada dubitativa del escéptico; pero los escépticos también molestaban, a su entender. Ellos no creían en nada.
"...No está mal creer. Pero a veces la creencia, cualquiera sea su cultura, oscurece la mirada del corazón, poniendo barreras innecesarias justo allí, donde queremos ir. Con el tiempo perdemos nuestra singularidad y adoptamos lo que el sentido común quiere que seamos. Entonces perdemos."
"....Recuerda hija, nada está dicho, las preguntas más difíciles recién se están por hacer. No dudes de tus dudas, ellas te llevarán a mejores respuestas. La tierra de los débiles está llena de sueños; los sueños son el ejército invencible con el cual se conquista la tierra de los fuertes, no para reinar, sino para darles el ejemplo."
Melisa apenas podía sostener la hoja; mientras leía, lágrimas se desprendían de su barbilla. Su padre había dedicado su vida a la ciencia y a la búsqueda de la verdad. Era un hombre de fe sin creencias, era un débil en tierra de fuertes. Pero nada de eso había significado mucho para ella. Ahora poco le importaba, él ya estaba muerto, para qué los sueños, si se los había llevado con él.
"...Nadie merece ser inmortal. La inmortalidad es una batalla muy grande. Sólo las ideas pueden durar ese inconmensurable tiempo. No se nos está permitido vislumbrar dentro del insondable infinito. Así que no desees aquello que no es posible, sí lo imposible. Estas dos cosas son muy diferentes”.
Ella no soportó seguir leyendo esa carta tan testimonial de su pensamiento sobre la vida. La volvió a poner dentro del sobre y se dirigió a la casa donde estaban velándolo. A un costado del cajón, debajo de su brazo derecho, puso la carta. Después de quedarse inmutable frente al cuerpo, volvió y enfrentó a una multitud de conocidos, amigos, familiares; y aceptó las condolencias de cada uno de ellos; aunque su padre no la había criado para los rituales de este tipo.
Después del entierro, se subió a su auto y condujo hasta la casa de campo; que también era el lugar de estudio de su padre. Al entrar vio las descomunales estanterías, abarrotadas con libros. Se dirigió hacia el pórtico trasero, y la noche ya se aproximaba; los árboles eran mecidos por el aire caliente de la húmeda tarde de aquel triste verano. Se sentó en el banco de madera que estaba a un costado, y comenzó a llover copiosamente.
Cuando su marido llegó, la encontró en la soledad de sus propios sollozos. Él no pronunció palabra, se sentó al lado de ella y la abrazó. No le dijo palabras reconfortantes, no le habló sobre el significado de lo que estaba atravesando; no la condujo por aquel camino de oscuridad abrumante. No la guió en este momento tan crucial de su vida, no la protegió poniendo un velo. No.
Sólo la acompañó de cerca, sin darle mucha distancia. Y mientras ella caminaba su propio camino él iba al lado. Ella se sintió la persona más afortunada.
Cuentos y Poesías por Cristhian Bourlot se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 Unported.
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