Adriana estaba armando un rompecabezas. Lo estaba llevando bastante bien, hasta que, cuando fue a mirar dentro de la caja, se dio cuenta de que faltaba una pieza. Toda la tarde buscó la parte faltante. La imagen era bellísima, una foto de un glaciar antártico. El trabajo que se había tomado en calzar las piezas, fue algo realmente extenuante. Revolvió, y revolvió. No había señales de la condenada partecita. Luego de, en vano, tratar de encontrarla, se dispuso a hacer algo de la casa que pudiera distraerla del estado en que la situación la había arrojado. Fue hasta la habitación y comenzó a hacer la cama, repasó los muebles, enceró el piso. Pero su cabeza seguía pensando lo mismo "¿Dónde está la pieza que falta?"
Una semana había pasado. El rompecabezas seguía con un hueco en el vacío; aun faltaba la parte que lo haría completo. Ya estaba a punto de darse por vencida; y así lo hizo. Con sumo cuidado, tomó la tabla sobre la cual apoyaban las piezas y las guardó en el sótano, cubierto por un velo de raso negro. Al día siguiente fue a comprar otro de cinco mil piezas, mucho más pequeño que el anterior -que era de diez mil-. Le comentó al dueño de la librería lo ocurrido, del trabajo que se había tomado para nada. Él respondió que era poco probable que el fabricante haya cometido tal error, y le pidió que si pasaba lo mismo otra vez, por favor se lo dijera. Quizá. Quizá el error fue de ella.
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